No fue la de ayer una de las ruedas de prensa de Mourinho
más exuberantes pero sí de las más importantes por algunas de las cosas que
dijo. El de Setúbal puso sobre la mesa en una de sus respuestas dos cuestiones
fundamentales que, no podía ser de otro modo en este país en el que vivimos,
pasaron desapercibidas. Meritocracia y productividad. Conceptos ausentes por
desgracia en el acervo español desde tiempo inmemorial. Preguntaron a Mourinho
por los pitos recibidos por parte de la grada del Bernabéu y su posible
relación con la suplencia de Iker Casillas. Contestó el entrenador que si el
motivo era la suplencia del portero respetaba pero no entendía esa reacción
pero, si por el contrario, la pitada era debida a los dieciséis puntos de
desventaja con el Barcelona no sólo respetaba sino que aplaudía esa muestra de
indignación. Mourinho no comprende que para la grada existan jugadores
intocables, que deban jugar por decreto en virtud de los servicios prestados en
tiempos pretéritos. Jugadores que se sitúen por encima del grupo en virtud de
unos méritos que fluctúan entre lo histórico y lo paranormal. De la final de
Glasgow a una especie de relación foral que en algún momento se firmó con
Casillas en el imaginario colectivo del madridismo de tribuna y cognac. Ese
desprecio por la meritocracia, no nos engañemos, no es exclusivo de la grada
del Bernabéu. A todos nos sale el españolazo que llevamos dentro cuando, por
ejemplo, criticamos a Mourinho por preferir a Higuaín antes que a Benzema sin
estar al cabo de la realidad cotidiana del equipo, de sus entrenamientos, de
los estados individuales de ánimo, de la influencia de determinados jugadores
en eso que llamamos “el otro fútbol” y en el desarrollo táctico de los
partidos. Si los piperos se acogen a los derechos históricos para pedir la
titularidad de Casillas nosotros nos agarramos al asidero de la calidad y el
talento como otros hacían no hace mucho con Gutiérrez. “Esto sólo pasa en
España”, dice el entrenador del Real Madrid, poniéndonos frente al espejo
para que veamos nuestras miserias. Ante
esa imagen reflejada en el cristal lo más sencillo es romper el espejo en mil
pedazos y correr después a por el cepillo y el recogedor no vaya a ser que nos
cortemos un pie.
Nadie niega la capacidad de trabajo de Mourinho, su
implicación en todo lo referente al club que le paga, sus desvelos por conducir
a su grupo hacia un objetivo que debiera ser común. El entrenador es el primero
que entiende que eso no basta si no se traduce en resultados. De ahí que se
muestre a favor de que la grada se posicione en su contra cuando no alcanza el
nivel óptimo de productividad. Es evidente que al Bernabéu la productividad, en
este caso y en cualquier otro, se la trae floja. Lo que realmente le importa es
que se respeten los derechos forales de un jugador en tanto representante de
una forma de entender el madridismo endogámica, arcaica y ridícula. Para una
gran mayoría de los socios del Real Madrid Casillas es su representación en el
campo. Los derechos que otorgan a Casillas son los mismos derechos que se otorgan a ellos mismos. En un club
meritocratico y abierto quizás serían sus propios privilegios los que correrían
peligro. Mourinho representa lo que Santiago Navajas llama en un magnífico
ensayo sobre Mourinho (De Nietzsche a Mourinho) “entrenador extraterritorial” tomando el concepto de
George Steiner, que en el plano de la literatura lo había aplicado a Nabokov,
Borges o Beckett. Escribe Navajas: “Dado que ser extraterritorial es ‘una
estrategia de exilio permanente’, incluso entrenando a la selección de su país
sería Mourinho una ‘rara avis’, porque lo que haría es subvertir las convenciones
atribuidas como propias, para crear unas nuevas a partir de ellas”. Esta
extraterritorialidad de Mourinho choca frontalmente con un club asentado sobre los
cimientos de una historia maquillada con mitos ancestrales y leyendas ad hoc, que
observa con terror la posibilidad de una sociedad abierta en la que los
derechos históricos queden abolidos. Escribió Karl Popper: “La sociedad abierta
es aquella en la que los hombres han aprendido a ser en cierta medida críticos
de los tabúes y a basar las decisiones
sobre la autoridad de su propia inteligencia”.
La temporada 2006/07 fue la de la segunda venida de Fabio
Capello al Real Madrid. En el mes de enero de 2007 David Beckham anunció que
abandonaría el club blanco en junio para fichar por Los Angeles Galaxy y la
reacción del técnico italiano fue afirmar que Beckham no volvería a jugar con
el Real Madrid. El inglés, que era un icono mediático en todo el mundo y que
atesoraba no pocas dosis de calidad, dio un ejemplo inolvidable de compromiso
con el club al que, por cierto, aseguraba una ingente cantidad de ingresos en
concepto de derechos de imagen. Ni una salida de pata de banco, ni una
declaración altisonante, ni un mal gesto ni para con el entrenador ni para con
sus compañeros. David Beckham hizo lo único que podía hacer un profesional en
aquel momento, trabajar. Evidentemente el jugador carecía de un lobby de
presión que defendiera sus intereses deportivos en la prensa española aunque
sólo fuera para atacar a Capello, que era blanco constante de las críticas de
los plumillas a pesar de contar en los medios con algunas amistades un tanto extravagantes. Para muchos Becks no
era un futbolista sino más bien un modelo fotográfico y un personaje de revista
del corazón o de programa televisivo de mesa camilla. Lo cierto es que Capello
terminó por rendirse al esfuerzo callado del londinense y Beckham acabó por
resultar fundamental en la consecución de aquel épico título de liga. La
crítica que siempre se hizo a David Beckham fue su excesiva presencia ante los
focos de una prensa que nada tenía que ver con el deporte. La portada de la
revista Lecturas de la semana pasada
mostraba en exclusiva a Iker Casillas y Sara Carbonero paseando su amor por
Londres, la ciudad que vio nacer a Beckham, el tipo callado y profesional; el trabajador
sin más defensor que su propio esfuerzo. Al final va a resultar que Casillas,
mediáticamente, no es sino un Beckham pobrista para tiempos de crisis. Con
palmeros, eso sí.
El partido de ayer se antojaba fundamental en el devenir de
la temporada y Mourinho decidió dejar de nuevo a Iker en el banquillo
asegurándole la titularidad en el partido de Copa frente al Celta. Este hecho
no hacía sino confirmar la teoría de Francisco Beltrán que había visto en la
decisión de Mourinho una elaborada estrategia de índole anímico. “El sentido de
esa suplencia es estirarla máximo en Liga y q cuando llegue UCL y partidos
importantes de Copa Iker sienta que ganó el puesto”. “Presión y ojos puestos en
Casillas, obligado a exigirse, Adán sintiéndose casi 1º portero y los partidos
claves, para Iker Casillas”. La clarividencia de Beltrán resulta sorprendente.
Para el primer partido del año tuvo que improvisar Mourinho una defensa que, a
pesar del gol tempranero de Benzema, se mostró durante los primeros minutos
desacompasada e histérica. Lógico si tenemos en cuenta que un lateral derecho
jugaba de lateral izquierdo, un medio centro se desempeñaba como lateral
derecho y en el centro de la defensa se alineaban un imberbe y un jugador que
nos habían retratado como retirado. Tras ellos, un portero al que todos hemos
tratado miserablemente. Sacar adelante un partido con esos mimbres no dejaba de
resultar complicado y más cuando los nervios y la inexperiencia condujeron
irremisiblemente a la expulsión rigurosísima de Adán tras cometer un penalti.
En esa acción vieron algunos la intervención del karma que castigaba a Mourinho
y adivinaron otros la baraka que acompaña siempre al chico del anuncio de
H&S. La primera parte resultó un monólogo sin gracia de la Real que más que
a tamborrada sonó a música para ascensor. A pesar de ello, una sutileza de
Khedira en el área adelantó de nuevo al Madrid y fue emergiendo poco a poco la
figura de Ricardo Carvalho. El central portugués es uno de los centrales más
inteligentes y con más conocimiento del juego de cuantos uno ha visto y no
sería descartable que su experiencia y liderazgo fueran importantes en lo que
resta de temporada. Un nuevo gol de Prieto antes del descanso reavivó la
sensación de equipo angustiado y débil de un Real Madrid muy alejado de la
pétrea seguridad mostrada la temporada pasada. Sin embargo, sería Cristiano
Ronaldo, honrando el brazalete de capitán que lucía desde el principio del
partido, el que se echó el equipo a las espaldas arrastrando tras de sí al
resto, no con carreras hacia la nada ni “¡vamos!” teatreros sino mostrando su
insaciable hambre de victoria y gloria. Fueron dos goles pero sobre todo la
sensación de que era él el que dominaba y controlaba el partido a su antojo. Su
derroche no encontró eco en una grada que parece preferir a ese portero al que
cualquier día encontraremos lavándose el pelo como en el anuncio al resguardo
del travesaño. Brilló Özil y dejó Modric en sus escasos minutos sobre el campo
perlas de esas que iluminan un invierno. Falta nos hacen.
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