Fue una segunda adolescencia. Un recuperar el gusto por el
fútbol y sus calles adyacentes que habíamos perdido en medio de carruseles,
sanedrines y programas de madrugada con olor a naftalina y coñac barato.
Volvimos a ser jóvenes airados, chicos rebeldes, beatniks en un Frisco virtual
con compañeros de viaje que íbamos encontrando en el camino. Había llegado José
Mourinho para abrir las ventanas y regenerar el aire viciado y espeso, grasa y
sudor, perfumes de droguería y palillos en la comisura de los labios. Veníamos
de un fútbol funcionarial y triste, atenazado por las convenciones, secuestrado
por gañanes a las órdenes de señoritos con intereses espurios. Veníamos de un
madridismo acogotado y triste, que rumiaba las derrotas más indecorosas y vivía
las victorias con vergüenza y sentimiento de culpa. Mourinho nos hizo recuperar
el orgullo, la historia y las esencias verdaderas alejadas de los falsos
profetas de un señorío impostado que no perteneció jamás al Real Madrid. “Señorío
es morir en el campo y no filosofía barata”. José Mourinho traspasó lo
futbolístico y puso a todo un país frente al espejo. Y vimos un país anclado
aún en los mismos vicios del pasado, con sus mismas miserias y defectos. La España
de la envidia y la molicie, de la soberbia mal entendida y la humildad más
falsa, la del conchaveo y el amiguismo, la de un patrioterismo asentado en la
ignorancia y el odio al diferente. Hemos pasado del “que inventen ellos” al “no
hace falta que vengan de fuera a inventar nada”. Es el casticismo del
casticismo. Mourinho fue el pedal de distorsión en una melodía que ya sonaba
rancia, la granada sin anilla en el agujero del culo de los mediocres, el
hombre nuevo en un reino de porteras. Y también hubo fútbol. Claro que hubo
fútbol. Tormentas eléctricas de fútbol salvaje. Riadas de fútbol primitivo que
nacía extrañamente de sofisticadas estrategias. Fútbol frenético que
desesperaba a los realizadores de televisión. Fútbol en cascada, bucles de
fútbol, viento huracanado de fútbol, bombardeos psicópatas de fútbol. Violenta
velocidad y armonía en el caos. Fueron años de sensaciones y piel. De matildismo
y malditismo a partes iguales. El adiós de Rimbaud.
“Sí, la nueva hora es
al menos muy severa.
Ya que puedo decir que he alcanzado la
victoria: el rechinar de dientes, los silbidos de fuego, los suspiros llenos de
pestes se calman. Todos los recuerdos inmundos se borran.
Hay que ser
absolutamente moderno”.