Con el Pep aprendiendo alemán en Manhattan y Mourinho
apartado voluntariamente de los focos, el partido de ida de semifinales de la
Copa del Rey habría comenzado sin que se hubiera hablado de otra cosa que no
fuera fútbol a no ser por las tormentas desatadas por parte de los mismos que
acusaban al entrenador portugués de desviar la atención de lo verdaderamente
importante. Primero fue la portada de Marca con la licencia dramática y, pocas
horas antes del encuentro, las declaraciones de la novia de Casillas en una
televisión mexicana. La muchacha, que en su día atribuyó a Serrat los versos
más populares de Antonio Machado, no hizo sino enrolarse en las filas del
periodismo metonímico nombrando a una parte, su novio, con el nombre de un
todo, los jugadores del Real Madrid. Que el capitán del Real Madrid quiere
quitarse de encima a José Mourinho es algo que ya sabíamos del mismo modo que
sabemos que Mourinho estaría encantado de perder de vista al de Móstoles. La
reacción de Casillas a las palabras de Sara Carbonero fue subir a su cuenta de
Instagram la foto de una mano de mus, tres reyes y un as. No sabemos si la
intención fue piropear a esa Oriana Fallaci de mercadillo, esa mano se conoce
como “La Bonita” o “El Solomillo”, o mostrarnos que con esa mano él lleva las
de ganar olvidando que en el Madrid tiene que valer por lógica “La Real” y que con
“la bonita” se puede perder un órdago a juego. Seguiremos teniendo que leer
esas loas al yerno de España que tanto nos recuerdan a aquellas otras que en su
día leímos sobre otro yerno que España tuvo y de cuyo verdadero rostro tenemos
ahora retrato por mucho que quiten su perfil de la web de la Casa Real. No será
porque no nos avisó Schopenhauer: “El que
cree que en el mundo los diablos nunca andan sin cuernos y los locos sin
cascabeles, serán siempre víctima o juguete de ellos”.
Nadie echó anoche de menos a Casillas y la supuesta fractura
del vestuario quedó en entredicho tras ver a los once jugadores vestidos de
blanco dejarse hasta el último aliento en pos de un objetivo común. Fue un
partido de fútbol grandioso al que ni siquiera la necedad de Dani Alves, uno de
los jugadores más pestosos que uno recuerda, capaz de sacar de quicio incluso a
los culés que veían el partido a mi lado, consiguió quitar un ápice de
grandeza. Otra vez dos estilos contrapuestos, dos maneras de entender el fútbol
y la vida. El control frente al caos. La paciencia frente al vértigo. Durante
unos minutos inolvidables de la primera parte el Barcelona se contagió del
estilo de su némesis y asistimos a un prodigioso intercambio de golpes que
recordaba a un combate de pesos pesados que bajan la guardia y deciden vivir en
el filo de la gloria o la nada. Esos minutos de ritmo frenético los cortó por
lo sano Xavi Hernández llamando a los suyos a la esquina para recordarles que
ese juego no es el suyo. Habíamos observado ya a Varane tapando las carencias
físicas de Carvalho y la lógica descoordinación de una defensa circunstancial.
Habíamos visto también a Álvaro Arbeloa y Xabi Alonso ejerciendo un liderazgo
que echábamos en falta frente a la hybris blaugrana a la que otros oponían el
beso, el abrazo y las llamadas telefónicas pidiendo perdón por la existencia
del Real Madrid. Habíamos visto a Özil poniendo la pausa necesaria en las
tumultuosas acometidas blancas y a Cristiano enfrentándose a espacios reducidos
y a rivales que una vez vencidos eran reemplazados por otros. Acabó la primera
parte, incomprensiblemente, sin goles y dio paso a un segundo acto en el que se
agrandó la figura de Raphael Varane hasta quedar convertido en leyenda para los
restos. El francés es otro de los que ha
sufrido el deprecio del lobby de La Roja, del más casposo patrioterismo, del amiguismo
más zafio. El joven central ha permanecido callado, impasible el ademán, mostrando
siempre una seriedad que nunca pierde. Anoche llegó a todos los balones,
incluso a aquellos que no parecían destinados a él, sin perder nunca la
compostura ni buscar el aplauso fácil. Un central como él, ausente Pepe, otorga
a aquellos que van a la batalla en campo enemigo la seguridad de tener quien
cuide la casa. Esa seguridad se amplía si en la portería hay un portero de
verdad, no un santón que regatea ya los milagros como un Onésimo de vuelta de
todo. Se adelantó el Barcelona con un tanto de Cesc que encontró la pelota procedente de la lucha
por un balón dividido que los comentaristas del Plus convirtieron en mágica
asistencia de Messi. El de Rosario anduvo perdido la mayor parte del partido y
se empeñó en ir solo a la guerra contra todos en una actitud que de haber sido
vista en Cristiano provocaría hoy ríos de tinta en nombre de la humildad, los
valores y el ejemplo para los niños del mundo. Pudo marcar más goles el
Barcelona y pudo empatar antes el Real Madrid pero el destino le tenía
reservado un nuevo giro a la historia mítica de Varane y fue él, porque no
podía ser otro, el que empatara el partido a la salida de un corner, elevándose
al cielo de Madrid impulsado por la fuerza de una nueva era que comienza,
cuando otra aún no ha terminado. Volvemos a Nietzsche: “El genio está condicionado por un aire seco, por un cielo puro, por un
metabolismo rápido, por la capacidad de aprovisionar grandes cantidades de
fuerza”. Acabó el partido con una parada de Diego López, que quién sabe si
no valdrá una final, y pudimos imaginar la mano de Casillas en ese instante,
tres pitos y un cuatro. Jugador de chica, perdedor de mus.
El post-partido nos trajo de nuevo a Xavi y su exaltación
del victimismo y la superioridad moral sustituyendo así al Pep en esos
menesteres propagandísticos para los que no parecen estar dotados los que hoy
ocupan ese banquillo. Messi apareció en el parking para llamar algo a Arbeloa suponemos
que con Pinto detrás, por si la cosa se ponía fea. Una vez más, el Madrid construido
por Mourinho volvió a pasar por encima de la palabrería burda de los críticos y,
ausentes los Chamberlains del vestuario, el orgullo tomó las riendas de un
caballo al que algunos querían ya sacrificar. Como Mandela en Robben Island, en la cabeza el poema de William
Ernest Henley.
En la noche que me
envuelve,
negra, como un pozo
insondable,
doy gracias al Dios
que fuere
por mi alma
inconquistable.
En las garras de las
circunstancias
no he gemido, ni
llorado.
Ante las puñaladas del
azar,
si bien he sangrado,
jamás me he postrado.
Más allá de este lugar
de ira y llantos
acecha la oscuridad
con su horror.
No obstante, la amenaza
de los años me halla,
y me hallará, sin
temor.
Ya no importa cuan
recto haya sido el camino,
ni cuantos castigos
lleve a la espalda:
Soy el amo de mi
destino, soy el capitán de mi alma.