Los años de Guardiola al frente del Barcelona situaron el
fútbol en eso que Francis Fukuyama llamó “el fin de la historia”. Parecía que,
tomando palabras del propio Fukuyama, los equipos actuales y futuros no pudieran, salvo
manifestaciones limitadas y menores de disidencia, jugar ni actuar con otro
modelo que no fuera el del guardiolismo.
Esa mezcla táctico-ideológica que logró un triunfo incontestable sobre
los terrenos de juego y sobre todo en el imaginario colectivo. A Fukuyama la
teoría geo-política se le vino abajo junto con las Torres Gemelas y con
Guardiola terminó algo que curiosamente algunos también han calificado de
yihad. El Madrid de Mourinho encabezó esa disidencia que acabó por no ser ni
tan menor ni tan limitada como se auguraba. Después de una liga arrancada de
los brazos del “mejor equipo de todos los tiempos” y con jugadores que además
fueron después campeones de Europa con “el mejor equipo de la historia”, el
inicio lamentable en la competición de liga actual parecía solamente eso que
llaman post-coital tristesse. Tan sólo durante media hora del partido de vuelta
de la Supercopa mostró el Madrid las virtudes que le hicieron llevarse el año
pasado el título con record de puntos y goles. Incluso ese partido mostró
carencias preocupantes de espíritu cuando, pudiendo rematar a un irreconocible
Barcelona y sumirlo en una melancolía de la que le hubiera costado salir,
dieron un paso atrás y acabaron pidiendo la hora.
No pareció, sin embargo, preocupante el inicio de liga pues a
pesar del mal juego todos los partidos se pudieron saldar con victoria blanca a
poco que Higuaín hubiera enderezado la mira de la escopeta de feria y Casillas
hubiera hecho el milagro de no cometer errores, que es el único milagro que se
le pide. Comenzó la preocupación tras el terrible partido contra el Sevilla
sobre todo tras descubrir que teníamos a Cristiano como “A Brasileira”, aquel
café de Lisboa en el que se le murió a Pessoa una novia y que durante el luto
lució en la puerta: “Cerrado por tristeza”. Fue el pistoletazo de salida de un
nuevo aquelarre demagógico y xenófobo realizado en las portadas de los periódicos,
las ondas y hasta el prime time de la televisión de Belén Esteban. Calló
Cristiano aunque uno le hubiera recomendado que usara las palabras del poeta.
“Yo no me quejo del mundo. No protesto en nombre del
universo. No soy pesimista. Sufro y me quejo, pero no sé si lo que hay de malo
es el sufrimiento, ni sé si es humano sufrir. ¿Qué me importa saber si eso es
cierto o no? Sufro, y no sé si merecidamente. Yo no soy pesimista. Estoy triste”.
La Copa de Europa es el prozac habitual para el Madrid en
estas ocasiones y llegaba el Manchester City al Bernabeu con el título de la
liga del país que inventó el fútbol. Salió el Madrid al campo con la alineación
que marcaba la lógica para cualquier persona con dos dedos de frente y fue
inmediatamente descalificada por los de siempre. Los que hubieran preferido un
centro del campo repleto de eso que llaman jugones a los que Touré Yaya, ese
hombre que podría trabajar lo mismo en el taller de un orfebre que en una
empresa de demoliciones, se pudiera comer con alguna salsa marfileña para que
la crisis del Madrid engordara y Mourinho estuviera un poco más cerca de la
frontera. Afortunadamente el plan del portugués resultó como debía y, una vez
más, la desconcertante mala puntería de Higuaín evitó que el Madrid se fuera al
descanso con un resultado tranquilizador. El debutante Essien, que mostró que
su conocimiento del juego puede hacer que sus problemas físicos no resulten
determinantes, y Khedira actuaron como guardia de corps de Alonso que tuvo el
tiempo que necesita para pensar y adelantaron la presión dejando al City
reducido a las arrancadas de Touré y a la representación de danza contemporánea
de Silva que pareció muy del agrado del piperío, muy partidario de estas manifestaciones
artísticas de la nada cuando los que las realizan son los de fuera. Desmontada
la idea inicial debido a la urgencia del momento llegó el primer gol del City
en una contra que terminó con Casillas jugando a las películas con Dzeco que no
acertó el título pero anotó el gol. Con Özil y Modric ya en el campo, marcó
Marcelo el empate que un nuevo error de Casillas dejó en nada permitiendo a
Kolarov marcar un gol inesperado que abrió el grifo de tribuneros escaleras
arriba para evitarse la aglomeración y el atasco. Descendió de los Cielos, sin
embargo, Benzema que marcó el empate tras una maniobra de ballet clásico que
dejó en ridículo la danza inane de Silva en la primera parte. Comenzaron entonces
minutos hermosamente terribles de Madrid kirijini que terminaron con Cristiano
sacudiéndose la saudade de un zapatazo que sorprendió a Hart, el único hombre
para el que podemos considerar que “portero inglés” no es un oxímoron.
Llegó entonces la imagen. Rugió el Bernabéu tras el gol del Übermensch, desatada la locura, mientras el
gran capitán, el madridista entre los madridistas, el novio de España,
permanecía impertérrito, los brazos en jarras. Muchas han sido las críticas
recibidas por Casillas por la desidia en la celebración. Injustas todas. Iker
no celebró el gol de la agónica victoria porque ya no estaba. Se había ido tras
el gol del Kolarov, acompañando a los suyos, camino de los vomitorios. De esos
se acordó Mourinho en una rueda de prensa en la que apareció con Kalashnikov y
en la que sólo le faltó citar a Zarathustra en su definición nietzcheana del
señorío madridista frente a la superchería pipera y periodística.
“¡Mirad, yo os enseño el superhombre! El superhombre es el
sentido de la tierra. Diga vuestra voluntad: ¡sea el superhombre el sentido de
la tierra! ¡Yo os conjuro, hermanos míos, permaneced fieles a la tierra y no
creáis a quienes os hablan de esperanzas sobreterrenales! Son envenenadores, lo
sepan o no. Son despreciadores de la vida, son moribundos y están, ellos
también, envenenados, la tierra está cansada de ellos: ¡ojalá desaparezcan!”
Volvió Mourinho,
abandonado el inservible perfil bajo, y volvió el fútbol, la guerra y la vida.
A joderse, cretinos.